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Aparentemente insensibles y manifiestamente indiferentes a su propia
degradación, España y Europa se encaminan decididamente a su
irremediable disolución y a su postración definitiva, sin que las
enronquecidas voces de alarma que resuenan por encima del quedo balido
del manso rebaño consigan hacerlo salir de su letargo y reaccionar ante
el peligro mortal que las acecha.
Con el instinto de conservación atrofiado, con los resortes de la
autodefensa anulados, aquejado por una enfermiza manía autoflageladora,
cargado de culpas y complejos artificiales, lastrado por una radical
incapacidad para distinguir, en el punto actual de su senil confusión,
el bien del mal, afectado de una suicida tolerancia hacia todo lo que lo
daña y perjudica, juguete de la mojigatería intelectual de las “élites”
y de la deleznable indigencia ideológica de sus gobernantes (una panda
de cretinos innobles, ciegos voluntarios, inconscientes enemigos de su
propia patria), un continente entero vaga a la deriva, convertido en una
caótica merienda de negros, pardos y cobrizos. Y como exponente mayor
del desahucio espiritual de esta humanidad desnortada y mistificada por
los demagogos que buscan su ruina, vemos, boquiabiertos, como España se
deshonra a sí misma ofreciendo el lomo arqueado a los golpes de sus
enemigos, como un perro que pretendiendo pasar desapercibido, en
realidad ofrece el espinazo a las mandíbulas de las fieras. ¿Semejante
fenómeno es compatible con la supervivencia de un país, la continuidad
de una cultura y la permanencia de una identidad? ¿Es sensato pedirle
peras al olmo o extrañarse de estar muerto por haberse olvidado de
respirar? Se puede quebrantar el orden natural de las cosas y esperar el
mejor de los mundos como un regalo de la Providencia para recompensar
nuestros desvaríos?
La invasión que sufrimos, ese aluvión que nos anega, es una bomba de
relojería que nos estallará en la cara más temprano que tarde, y se
llevará con la deflagración el techo, las paredes y hasta los cimientos
de nuestra casa. La integración de esas masas incivilizadas provenientes
en su mayor parte de naciones fracasadas, de países artificiales que
muchas veces sólo existen en el papel coloreado del mapamundi, de
sociedades corruptas, de culturas inasimilables a la occidental, de
pueblos primitivos e inferiores de usos, costumbres y mentalidades
diametralmente opuestos a los nuestros, es un quimera, un imposible, un
proyecto grotesco y barroco, un total desatino, una idea delirante, un
caso prototípico de demencia autodestructiva. La promoción de esa visión
idílica e irrealizable de una sociedad multirracial y multicultural es
una impostura y una soberana majadería, que sólo tiene sentido como
camino obligado hacia la disolución de la civilización occidental y el
fin de las naciones europeas por el maridaje de los invasores y los
renegados que se quieren substituir a nosotros e instaurar sobre las
ruinas de un edificio otrora magnífico y poderoso la eterna noche de la
barbarie multicolor y antieuropea, la esclavitud del hombre blanco en el
reino de la infrahumanidad.
Un poco (o un mucho) de Pakistán, otro tanto de Ecuador, una buena
dosis de Marruecos, una no menor de China, un chorro de Nigeria y una
aceituna albanokosovar… Este cóctel de todas las sangres y todas las
leches, de desorden, de criminalidad tercermundista, de oscuridad
medieval (mafias de todo pelaje, Latin Kings y Ñetas, sicarios,
ablaciones, burkas, islamismo, bandidos balcánicos…) ¿es acaso esta la
“nueva aurora” que alumbrará la Europa ideal, purificada de sus vicios
cristianos y de sus lacras grecorromanas, y por fin libre de su
castrador eurocentrismo y su estéril homogeneidad racial y cultural? Si
así fuera, no será bueno estar aquí para verlo cuando llegue el momento.
La agonía de este mundo que se nos va por el retrete sin que, al
parecer, seamos capaces de frenar y revertir el proceso que nos encamina
a un fatal desenlace a corto plazo, no puede ser preferible a la
desaparición definitiva que ponga término a esta miserable decadencia al
ritmo del tam-tam y marcado por la llamada puntal del muecín: el canto
victorioso del Monomotapa y Morilandia en la patria de la más brillante y
humana civilización de todos los tiempos que ha esclarecido la noche de
la especie humana con los tesoros del arte y la cultura.
Los mortales síntomas del mal que nos aqueja y mina todo nuestro
sistema están ya a la vista y no podemos hacer más que repetirnos una y
otra vez sobre aquello que ya no ofrece duda al más despistado, ni deja
de llamar la atención del más indiferente. Nuestra sociedad (la española
y la europea) está enferma. Enferma de debilidad, de confusión, de
cobardía, de traición, de estupidez. El portentoso espíritu creativo de
una Europa antaño tan fina y segura de sí misma ha entrado en una fase
de pérdida de velocidad, de intensidad, de vitalidad. Europa se ha
convertido en un inmenso hormiguero que se contenta con vivir, y lo hace
a la manera de las hormigas y las abejas: vive de sus rentas, es decir
del trabajo y la previsión de generaciones anteriores, más inteligentes y
valerosas que las actuales. Aquellas dejaron algo a sus hijos y
aseguraron la continuidad de una estirpe que nunca como ahora ha
descreído tanto de sí misma. Las generaciones presentes no parecen que
vayan a legar nada al porvenir, más bien pueden llegar a su término
habiendo dilapidado lo recibido y acabar en la más absoluta miseria.
Pues el capital acumulado por milenios de cultura vigorosa se agotará
pronto.
Por culpa de un fallo persistente en el reclutamiento de nuestras
élites, por una prevalencia de las doctrinas de goce continuo e
inmediato, por el descrédito de todo espíritu de sacrificio y
austeridad, por un rechazo empecinado de todo ideal y por una
deificación de los progresos mecánicos y los beneficios materiales, se
ha educado a las últimas generaciones en el espectáculo de una lucha
encarnizada y codiciosa, de una actividad puramente utilitaria que
desdeña la paz del alma, las alegrías del corazón y las sanas
satisfacciones del intelecto. No debemos por tanto extrañarnos de ver a
esta humanidad nuestra correr en cuesta abajo hacia un estado de
bestialidad en el que puede desaparecer en un momento la civilización
acumulada durante siglos. La resistencia de la civilización no es
indefinida, las civilizaciones son mortales nos advertían Georges
Bernanos (1) y Paul Valéry (2).
El hombre occidental continuará durante un tiempo subsistiendo,
inflado de orgullo y sostenido por la carcasa puramente material de las
obras de sus ancestros, magníficos linajes ya agotados sin remedio.
Bastará con una crisis de importancia, con una revolución o una guerra
para que la desgracia y la desesperación se abatan sobre el rebaño
europeo, incapaz ya de ligar su alma a nada heroico y virtuoso. Es la
grandeza de las doctrinas científicas el llegar a esta conclusión que
ningún vago misticismo podría alcanzar: una disciplina moral es
necesaria a la vida del hombre, a la perennidad de la especie humana.
La muerte del espíritu, el ocaso de la inteligencia, la noche del
alma que se cierne sobre nuestras desventuradas cabezas, ¿es acaso
inevitable? ¿No queda ya nada por hacer? No está a nuestro alcance la
respuesta al misterio impenetrable del destino del hombre. Pero aunque
así fuera, que todo estuviera ya escrito, que la partida estuviera
jugada y el resultado establecido, nos quedaría el impostergable deber
de preservar, en el umbral de las tinieblas definitivas y en medio de la
tormenta desatada, la luz de la razón, la llama de la conciencia, la
esperanza de la redención.
(1) “Las civilizaciones son mortales. Las civilizaciones mueren tanto
como los hombres, y sin embargo estas no mueren de igual manera que los
hombres. En las civilizaciones la descomposición precede a su muerte,
contrariamente a los hombres a cuya muerte le sigue.” Georges Bernanos
(2) “Nosotros, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales.
Hemos oído hablar de mundos desaparecidos por completo, imperios
hundidos con todos sus hombres y sus máquinas, descendidos al fondo
inexplorado de los siglos con sus dioses y sus leyes. Sabíamos que toda
la tierra está hecha de cenizas y que la ceniza significa algo.
Percibíamos, a través del espesor de la historia, los fantasmas de
inmensos navíos que estuvieron cargados de riqueza y de inteligencia. No
podíamos contarlos. Pero esos naufragios después de todo no eran asunto
nuestro. Elam, Ninive, Babilonia eran hermosos nombres vagos, y la
ruina total de esos mundos tenía tan poca significación para nosotros
como su misma existencia. Pero Francia, Inglaterra, Rusia, serían
también hermosos nombres. Y vemos hoy que el abismo de la historia es lo
bastante grande como para acoger a todo el mundo. Sentimos que una
civilización tiene la misma fragilidad que una vida”. Paul Valéry
Fuente: Alerta Digital
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